EL VERDUGO DE MADRID

EL VERDUGO DE MADRID

   Casimiro Municio tuvo a su cargo un desagradable oficio, el de ejecutor de la justicia, o verdugo, de la Audiencia de Madrid. Llegó al puesto en 1916; lo dejó en 1935.

   Su vida comenzó en un pueblo de Segovia, en 1874. Desde su pueblo, y tras cumplir el servicio militar y batallar en las Guerras del Rif, se asentó en Madrid, ejerciendo de carpintero. Hasta que salió la plaza para cubrir el desagradable puesto que lo llevó a ser perseguido por la prensa de Madrid. Murió en la capital del reino, con posterioridad a 1936.

 


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   Las páginas que dan cuenta de su trayectoria, a través del relato que en su día conformó la prensa que se posicionó contra él, pero no contra quienes pudieron evitar su trabajo es, sin duda, un fuerte alegato contra una condena que es, a todas luces, la más bárbara que cualquier hombre puede dictar.

 


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 EL LIBRO:

  • ASIN : B08RTF1L7Q
  • Editorial : Independently published (3 enero 2021)
  • Idioma: : Español
  • Tapa blanda : 123 páginas
  • ISBN-13 : 979-8589963632
  • Peso del producto : 218 g
  • Dimensiones : 13.97 x 0.71 x 21.59 cm


-I-

Una visita incómoda

 

   Quizá porque no hay nada más sagrado que la muerte, al echar la soga sobre la higuera comenzaron a temblarle las manos como la primera vez. Y como aquella primera vez, se le nublaron los ojos.

   Le advirtieron que podía pasar. Sobre todo cuando no se está acostumbrado. Al echar la instancia y preguntar que cuántas veces había que acudir al trabajo le respondieron con seguridad que casi nunca. Aunque no fuese cierto. Pero entonces le tranquilizó imaginar que nunca llegaría a ejercer el oficio para el que, dadas sus recomendaciones, fue aceptado. También se dio cuenta de que el primer día que firmó los documentos todo fueron buenas caras y palabras amables. Después, al convertirse en una persona incómoda, le dio la impresión de que los mismos que lo adularon el primer día, lo trataron más tarde como a un asqueroso perro callejero.

   Entonces, mientras le temblaban las manos y bailoteaban las ramas de la higuera se sintieron las voces sofocadas de Juana, la del pocero.

   -¡Señor Casio, Señor Casio!

   Tampoco era la primera vez que aparecía. ¡Jodía vieja! Siempre pendiente de la vida de los demás; permanentemente sentada a la puerta de la casucha.

   Una casucha como todas las casuchas del entorno de la miseria, que así se podía definir el barrio, con espectaculares vistas a las tapias del cementerio de la Almudena, por un lado, y al lejano Madrid que se extendía más allá de los primeros trigales, y al otro lado de la barranquera que fue abriendo el arroyo del Abroñigal.

   Antes de llegar al Madrid de los señoritos, que se tendía alegre y bulliciosa al pie dela Fuente del Berro, y fijándose con detenimiento, se podían divisar los hotelitos que comenzaban a dar formalidad al barrio de la Guindalera y tras ellos los no menos significativos edificios que se trazaron para que viviesen los madrileños de postín, en el nuevo barrio que ideó don José de Salamanca.

   Al Casio, al escuchar las voces de Juana la del Pocero se le arrugó la cara un poco más de lo que ya la tenía. Últimamente le fastidiaba no poco el que la gente se interesase por él. Que lo hacía, y él contaba algunas cosas a cambio de unos vinos en la taberna de la esquina, oscura y con las moscas zumbando a la frescura y el olor de las tinajas del vino.

   El coche de los que preguntaron por él a Juana la del Pocero lo siguieron con la mirada cuantos sintieron el sonido del motor, y dos docenas de chiquillos corrieron detrás de él, y lo rodearon cuando se detuvo delante de la casucha de la Juana. Luego que se entretuvieron con las vecinas de las Juana, y mientras las chismosas de toda la vida contaban lo que les apetecía, la del Pocero corrió a la casa del Casio a decirle aquello de que lo buscaban. Y el Casio, en lugar de salir por la puerta de delante, lo hizo por la de detrás, por lo que cuando la Juana entro en el patio dela casucha ya no había nadie. A pesar de que al instante, y por detrás de ella, llegó la encargada del patio de vecindad, que podía pasar, aunque no lo fuese, por la portera de aquel entramado de chabolas que abrían sus puertas a tres o cuatro patios, uno detrás del otro, y por el que el dueño del terreno cobraba los correspondientes alquileres. Unos alquileres que le permitían vivir con desahogo en la Glorieta de Bilbao, bien lejos de la miseria conocida de las esquinas de Madrid.

   Es lo que tiene vivir en un barrio de casuchas malamente rehechas, puesto que todos los inviernos el agua, el viento y la nieve hacía de las suyas y en la primavera se tenían que rehacer los tejados o alguna que otra pared.

   El entorno, como tantos otros de los alrededores de Madrid no era más que una especie de avispero de pedigüeños y gentes de mal vivir, como los definiría algún que otro político, de ahí que no se ocupasen mucho por mejorarlo. Ya se cansarían de vivir allí, se irían a otra parte o cruzarían las tapias del cementerio; que también hay que tener coraje para levantarse una casucha junto a las tapias de un cementerio.

   -Ya ve usté –confesó plácida Juana la del Pocero cuando le preguntaron-, cosas de la necesidad.

   El Casio, antes de marcharse a vivir a las casuchas de las tapias del cementerio vivió en el entorno de la Puerta de Toledo, y después en la calle de la Palma, hasta que se descubrió quién era, lo comenzaron a señalar y decidió marcharse a un lugar en el que, como todos tenían por qué ser señalados, podía pasar más desapercibido...

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LA CAUSA DE MAZARETE

LA CAUSA DE MAZARETE
El crimen que nunca existió. Fue, sin duda, uno de los mayores errores de la justicia española

   Si alguien, en el mes de septiembre de 1906, celebró por encima de quienes hasta entonces fueron conocidos como “los reos de Mazarete”, su puesta en libertad, fue sin duda uno de los más prestigiosos catedráticos de Medicina Legal que conoció la España del siglo XX, Tomás Maestre Pérez, quien desde que se hizo cargo de uno de los casos criminales más significativos de aquella España pasada, dedicó parte de su existencia a demostrar que los dos acusados en uno de los más tenebrosos crímenes que la provincia de Guadalajara conoció, eran inocentes.



   Apareció retratado junto a Juan y Eusebio García, padre e hijo, elegantemente vestidos y con la conciencia tranquila, tras un indulto que costó conseguir, más que sangre, sudor y tinta. Padre e hijo, fueron arrancados de la muerte por el insigne doctor; y ambos, tras prácticamente cuatro años de presidio a la espera de su ejecución, puesto que estaban condenados a la última pena. Ambos se mostraron tranquilos y perdonaron uno de los errores judiciales más sangrantes de la judicatura española. El error judicial que comenzó en Mazarete, continuó en Guadalajara y escribió en el Tribunal Supremo de Madrid sus últimos renglones.

El supuesto crimen
   Al hablar de un error judicial, en la España de los inicios del siglo XX, quizá la memoria se nos escape al famoso y cinematográfico “crimen de Cuenca”, dejando en el olvido a este supuesto crimen en el que se conjugaron las rencillas comarcales y políticas, con la insolencia de un juez e incluso lo que podría denominarse como complicidad de médicos y guardias que amparados en su mando, quisieron ver más allá de la realidad.

   Todo comenzó en una noche que para los tiempos podría denominarse “de lobos”, por lo oscura y fría, del mes de noviembre de 1902. Además, nevaba sobre los campos de la paramera de Molina donde en las proximidades del pueblo de Mazarete, fue hallado el cuerpo sin vida de un conocido vecino de Mantiel, Guillermo García, a quien se le consideraba dueño de un importante capital. El cuerpo apareció en las cercanías de la carretera, sin otra aparente violencia que la de un disparo en el pecho, causa de la muerte. Junto a él se encontraba el arma de fuego que se la causó. Un pequeño revólver al que  le faltaban las balas.

   Las indagaciones de la Guardia civil de Maranchón y del Juzgado de Molina condujeron a la detención de Juan y Eusebio García, titulares de la Posada de Vista Alegre, de Mazarete, en la que Guillermo pasó su última noche y en la que, a juzgar por las investigaciones de la autoridad, tuvieron lugar los sucesos. Juan y Eusebio, padre e hijo, le habrían dado muerte para robarle cuanto de provecho llevaba encima. Tras el crimen, arrojarían su cuerpo al lugar en el que apareció. Por si fuera poco, Juan García era a la sazón juez municipal de Mazarete, fue administrador de la resinera del pueblo y por ello íntimo del todopoderoso propietario de la misma, don Calixto Rodríguez; y no hacía mucho que la fortuna lo agració con un buen pico en la lotería de Navidad. Lo justo para despertar, más que la admiración, la envidia.

   Un pueblo vivo y lleno de vida era entonces Mazarete gracias al imperio de don Calixto y al trabajo que en el entorno ofrecía a cuenta de la resinera, levantada a la entrada de la población. Muchos de los hombres del pueblo trabajaban en ella. La resina, como la madera, convertida en riqueza de unos o mano de obra, y pan que llevar a casa todos los días, para otros.

   Nada indicaba que hubiera habido mano extraña en el percance. El cadáver se encontraba en una posición que, a juicio de algunos, pudiera parecer cómoda. Como si se hubiera sentado allí, en el arcén, a esperar la visita de la muerte.

   Las ropas no mostraban síntomas de haber sido descompuestas, y tampoco tenía señal alguna que indicase lucha, defensa o cualquier otra herida fuera de la que le ocasionó la muerte:

   A pesar de ello, tras llevar el cadáver al depósito del cementerio de Mazarete, a la espera de hacérsele la autopsia y que los forenses determinasen cómo murió, la Guardia civil inició sus actuaciones y el juez comenzó a tomar las primeras declaraciones.

   Al cabo de la tarde del hallazgo, camino de la cárcel de Molina, custodiados por la Guardia civil, la cuerda de presos salía de Mazarete y tomaba el camino del desconocido futuro con catorce personas. Alguna de ellos para no regresar jamás con vida. Otros, para continuar con un calvario comenzado la tarde de la víspera, cuando a Guillermo García se le ocurrió pasar las últimas horas de su vida en la posada del tió Juan,  el Vedijas por mal nombre.

El error judicial
   En la cárcel de Molina, a causa del disgusto, murió uno de los detenidos, y tras delimitar responsabilidades, el juez dictaminó que fueron Juan y Eusebio los únicos culpables, dejando al resto en libertad. El informe forense no tardó en llegar al juzgado molinés.

   Lo practicó don José López Cortijo, a quien la fama de buen y sabio doctor acompañaban desde Tendilla a Molina: la bala entró por el esternón y atravesó el corazón, ocasionando la muerte prácticamente en el acto. Sin que se apreciasen otros síntomas, ni otras heridas.

   Además, nadie de quienes declararon en Mazarete pudo aportar prueba o indicio alguno que señalase a los detenidos como responsables de la muerte. Nadie los había visto al lado del muerto, ni siguiéndolo, ni vigilándolo, ni los habían visto hablar con él y tampoco, en las inspecciones que se llevaron a cabo en la posada apareció cosa alguna que perteneciese al difunto.

   Ni rastro de sangre en la cuadra, donde determinó el cabo de la Guardia civil que fue muerto. Nadie en el pueblo escuchó el disparo que lo mató. A pesar de ello, el juez de instrucción de Molina, tras la toma de declaraciones de la Guardia civil, elevó a definitivo, en un par de días, el informe por la muerte del Aceitero.

   Tras el juicio, la condena. Y tras la condena la lucha de los abogados defensores por librar a sus patrocinados de la muerte. Junto a la casualidad de que entrase en escena el doctor Maestre, después de que contactase con él uno de los defensores. Maestre demostró, con todas las habilidades de un hombre de ciencia, que en la muerte de Guillermo García, no intervinieron terceras personas, que él mismo se quitó la vida. La justicia, al condenar a dos inocentes se había equivocado.




   Pero la justicia no podía admitir semejante error, ni lo admitió; a pesar de las múltiples pruebas que fueron apareciendo dando cuenta de las irregularidades cometidas en el proceso. Mucho menos iba a admitir su error, tras las charlas y conferencias que Tomás Maestre y algunos abogados y periodistas fueron dando por media España en lo que se definió como “un motín de intelectuales”. Admitió, eso sí, llevar al rey la petición del indulto a la última pena, a cambio de la cadena perpetua.

   El 11 de enero de 1905 el Tribunal Supremo de Madrid confirmó la sentencia de la Audiencia de Guadalajara, el 6 de junio el Consejo de Ministros aconsejó al Rey el indulto y finalmente, y ante la carencia de pruebas que de forma clara los acusase, en el mes de agosto se ordenaba su puesta en libertad, que todavía hubo de esperar hasta los primeros meses de septiembre para ser efectiva.

   Sin embargo, mucho tiempo después, la injusticia continuaba reclamando. Ya estaban embargados sus bienes, sus casas y tierras en Mazarete, Tobillos, Ciruelos y Luzón. Incluso las pertenencias personales de su casa: una cama de matrimonio; un reloj de pared; una mesilla de noche; media docena de sillas, tres taburetes, una capa parda, una caldera, una sartén, un calentador…

   Todo lo embargado, tasado en 3.880 pesetas, salía a subasta pública en el juzgado de Molina, el 29 de agosto de 1908. La justa justicia les había arruinado la vida por uno de esos errores judiciales que parecen el guion de una novela o de una película cinematográfica. Y no hubo reparación. Porque la justicia, a pesar de haberse demostrado el error, nunca lo admitió.

   Memoria de un tiempo que, por fortuna, quedó en el olvido. Reparación justa de dos inocentes a los que la mala justicia los privó, tal vez, de su honor. Juan García Moreno y su hijo, Eusebio García Valero.

   Guillermo se quitó la vida por un amor no correspondido, como entonces se escribía, el de Bernarda, una de las mozas más guapetones de toda la comarca molinesa.

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 6 de  diciembre de 2019